«¿Pero es posible entrar en la basílica?». El hombre, serio como un plato de habas, vestido con un traje oscuro y con el … escudo de la Santa Sede en el ojal, hace un gesto de afirmación triste, como deseando irse ya con Francisco al otro mundo, y replica con tono imperativo: «Sí, pero solo para la misa, no para los turistas». Los interpelados, no obstante sus pantaloncitos delatores, tardan un segundo en dejar de ser turistas para convertirse en fieles devotos y así ingresan en la iglesia, con ese aire entre dubitativo y osado de quienes, sin ser del todo criminales, han vulnerado la ley. A las ocho de mañana, cuando faltan dos horas para la eucaristía, aún hay mucho sitio libre. Sobre las sillas de plástico transparente, bastante cómodas -nada que ver con los banquitos penitenciales de las parroquias antiguas- reposa un librito de oraciones: 69 páginas de plegarias, con las lecturas y las peticiones del día, y algunos pentagramas con los himnos que se van a cantar. Probablemente la idea era que todos los congregados tuvieran uno a mano, pero se conoce que los primeros que llegaron no han podido resistir la tentación y han hecho acopio. Quedan poquitos. Habrán incumplido el séptimo mandamiento, pero a cambio han ganado un bonito recuerdo. El devocionario tiene dos angelotes en la portada, la fecha del día y el título en italiano: ‘Santa messa per l’elezione del Romano Pontefice».
Al cronista también le sorprende que la basílica esté abierta, así que, por si las moscas, sigue los pasos de un obispo. Es un obispo despistado. Alto, fino y apuesto, con hechuras de galán otoñal, camina rodeado por una nube de sacerdotes obsequiosos. Se le reconoce por la túnica, por el solideo de color violeta y por la reverencia con que le tratan los agentes de seguridad. Habla un inglés americano muy esponjoso y cantarín. Entra en San Pedro y se queda parado en una nave lateral, petrificado, mientras sus acólitos buscan desesperadamente a alguien. Cuando lo encuentran, se marcha por el pasillo central. Debe de ser alguien importante.
Es difícil sentarse en la silla y no caer fatalmente embriagado: los colores, la basílica, el baldaquino, los frescos, las esculturas, el olor incluso. ¡El latín! Media hora antes de la misa, se reza el rosario el latín y los misterios gozosos suenan como conjuros extraídos de algún libro de alquimia: «Ave Maria gratia plena, dominus tecum». Helen, una simpática señora de Vancouver sentada al lado del cronista, no pierde ripio. Su marido y ella contrataron el viaje a Roma en enero y de pronto se encuentran con este monumental despliegue ritual. «Estaremos hasta el jueves; igual conocemos al nuevo Papa», se ilusiona entre murmullos. A Helen le interesa mucho saber si en España sigue habiendo tantos católicos como antes. Ambos se saben la misa en latín y se arrodillan cuando toca, aunque el pavimento de la basílica resulta poco acogedor para las articulaciones.
Diez minutos antes de la eucaristía, finaliza el rosario y cesa la música. Por los altavoces piden a los fieles, en tres idiomas, que no aplaudan a los cardenales cuando vayan caminando en procesión hacia el altar. La idea es turbadora. Ver a los cardenales desfilar entre aplausos sería como ver salir a un equipo de fútbol por el túnel de vestuarios, pero si lo avisan de manera tan imperativa es porque alguna vez ha sucedido. En esta ocasión, sin embargo, la gente refrena su entusiasmo deportivo, aunque tampoco se puede decir que guarde del todo la compostura. Con los móviles alzados al aire y los brazos estirados como si trataran de conseguir un rebote bajo el tablero, graban en vídeo el paseo cardenalicio. Están echando mentalmente cuenta de los ‘likes’ que les van a caer luego en Instagram. Una joven incluso se sube a una silla. Hay algo felliniano en esta escenografía, con todos los electores vestidos iguales, con la tiara de las ocasiones solemnes, salvo los cinco que practican ritos diferentes y despiertan sorpresa y admiración con sus túnicas blancas o doradas y sus curiosos tocados.
La misa es la misa, aunque el Evangelio de San Juan lo leen cantando. La mayor parte se celebra en latín, pero por los cardenales electores se pide en suajili. Quizá sea una señal. Muchos fieles, al acabar la comunión, deciden salir a la plaza. Otros, sin embargo, se quedan para contemplar la procesión de regreso de los príncipes de la Iglesia. Avanzan unos a paso firme, otros con ciertos achaques. A Omella la tiara se le descoloca y se la tiene que reajustar a medio camino. Todos desaparecen detrás de unos cortinones.
‘Extra omnes’
Cuando volvamos a ver a los cardenales será ya por televisión. Han colocado pantallas gigantes a lo largo de la Via della Conciliazione y en la plaza de San Pedro. Los 133 cardenales van jurando y diciendo sus nombres en latín. Cada uno lo pronuncia a su estilo. Son muy simpáticos los franceses, que parecen estar pidiendo baguettes al panadero cuando leen la fórmula ritual. Los españoles suenan recios, más musicales los brasileños. El ‘extra omnes’ (el ‘segundos fuera’ de los boxeadores) se hace esperar. Resulta hipnótica, sin embargo, la sucesión de prohombres de la Iglesia que ponen su mano sobre la Biblia. Votar se podría hacer en un pispás, incluso por internet, pero aquí se cuida con mimo la escenografía. No se trata solo de reunirse en la Capilla Sixtina. Hasta el chirrido de la puerta de madera al cerrarse parece pensado a propósito para dotar al momento de mayor majestad.
Mientras tanto, en la plaza de San Pedro, fieles y curiosos esperan sentados o tumbados en el suelo, como si estuvieran de picnic. Preguntan dónde está la chimenea y, cuando la localizan, ya no la pierden de vista. Hay pocos españoles -o al menos son muy discretos-, pero abundan los iberoamericanos y los asiáticos, con gran énfasis de banderitas y cánticos. Tal vez sea otra señal.
La espera se alarga más de lo razonable, así que empiezan las hipótesis: ¿y si ya han elegido? ¿y si se les ha estropeado la estufa? Cae la noche y también el frío. A las nueve de la noche, casi no se ve la chimenea; solo por las pantallas gigantes se aprecia una imagen más o menos nítida. El único entretenimiento es analizar el comportamiento de la gaviota que se pasea por el tejado, ajena a la muchedumbre que aguanta como puede en la plaza. De pronto, sin embargo, hay aplausos y una algarabía más cansada que decepcionada. Sale humo y es negro, muy negro, indudablemente negro. En la Capilla Sixtina solo hay 133 personas; pero hay 30.000 en la plaza y millones en todo el mundo pendientes de un escrutinio misterioso que se prolongará quién sabe cuánto.
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