Todos fuera, pero todos dentro

«¿Pero es posible entrar en la basílica?». El hombre, serio como un plato de habas, vestido con un traje oscuro y con el escudo de la Santa Sede en el ojal, hace un gesto de afirmación triste, como deseando irse ya con Francisco al otro mundo, y replica con tono imperativo: «Sí, pero solo para la misa, no para los turistas». Los interpelados, no obstante sus pantaloncitos delatores, tardan un segundo en dejar de ser turistas para convertirse en fieles devotos y así ingresan en la iglesia, con ese aire entre dubitativo y osado de quienes, sin ser del todo criminales, han vulnerado la ley. A las ocho de mañana, cuando faltan dos horas para la eucaristía, aún hay mucho sitio libre. Sobre las sillas de plástico transparente, bastante cómodas -nada que ver con los banquitos penitenciales de las parroquias antiguas- reposa un librito de oraciones: 69 páginas de plegarias, con las lecturas y las peticiones del día, y algunos pentagramas con los himnos que se van a cantar. Probablemente la idea era que todos los congregados tuvieran uno a mano, pero se conoce que los primeros que llegaron no han podido resistir la tentación y han hecho acopio. Quedan poquitos. Habrán incumplido el séptimo mandamiento, pero a cambio han ganado un bonito recuerdo. El devocionario tiene dos angelotes en la portada, la fecha del día y el título en italiano: ‘Santa messa per l’elezione del Romano Pontefice».

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