Muertos de verdad por el día, muertos de broma por la noche

Jueves, 31 de octubre 2024, 20:56

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La única verdad de la vida está en los cementerios. Todo lo demás es vaivén, zozobra, misterio, duda. Los doctores en física cuántica nos hablan de la danza eterna de las partículas subatómicas, de sus formas caprichosas de juntarse y del significado absurdo de la palabra muerte, pero en los cementerios no hay frías ecuaciones matemáticas, sino nombres y fechas, incluso fotografías de color sepia con peinados y trajes de otras épocas: ahí está Remigio, que murió en 1985 a los 56 años, y también Elena, que murió en 1953 a los 13 años, y Eutimio, que murió en 1969 a los 84 años.

Sus deudos pasean hoy entre los cipreses, ponen flores, limpian lápidas, musitan oraciones. No les interesa la tozuda pervivencia de los neutrones, sino la memoria cada vez más débil, apenas un eco lejano, del tío Remigio, de la niña Elena, del abuelo Eutimio. Son polvo y no precisamente enamorado. Pronto las flores se quedarán secas y nadie los recordará. Más que un soneto de Quevedo les cuadra el lamento de Agustín de Foxá: «Y pensar que, después que yo me muera,/ aún surgirán mañanas luminosas (…) Y pensar que desnuda, azul, lasciva,/ sobre mis huesos danzará la vida (…) Y pensar que no puedo, en mi egoísmo,/ llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja;/ que he de marchar yo solo hacia el abismo,/y que la Luna brillará lo mismo/ y que ya no la veré desde mi caja».

Solo quienes hayan aceptado la fugacidad chispeante de la vida, su inaprensible relámpago, podrán replicar con Javier Krahe: «La muerte no me llena de tristeza/ las flores que saldrán por mi cabeza/ algo darán de aroma».

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En esta mañana de otoño, con las viñas ardiendo en el campo y los castaños desnudándose en los parques, la gente ha vuelto a los cementerios. Algunos lo hacen apresuradamente, minutos antes de tomar el vermú, como quien sella un expediente. Otros se demoran durante minutos y minutos, sin mirar el reloj, e incluso alzan la vista más allá de la tumba de sus parientes. Llevan flores de colores chillones –amarillas, rojas, blancas– y las depositan con cuidado sobre las lápidas o en los nichos.

Aunque los gusanos son idénticos, hay tumbas con poderío, llenas de angelotes y alfombradas de pétalos, y sepulturas humildes, de una modestia evangélica o simplemente pobres. Los mensajes, esculpidos en la piedra o en el mármol, lanzan advertencias en primera persona: «Si me amáis, no me lloréis», dice Santiago. Unos metros más allá, en un panteón, alguien le ha dejado un mensaje al difunto: «Si muy fácil fue quererte, imposible es olvidarte».

No se ven muchos niños en los cementerios y hay todavía menos adolescentes. Los que van desfilan muy formalitos, como compungidos, poniendo cara de buenas personas. Salvo excepciones, sus muertos no son seres graves y estupefactos que miran al visitante en blanco y negro, como lanzándoles una advertencia, sino esqueletos tintineantes, máscaras que chillan, asesinos sanguinolentos de sonrisa terroríficas, vampiresas de colmillos largos y faldas cortas, hechiceros de sombrero puntiagudo.

La noche de Halloween ha triunfado en España, pese a las reticencias de quienes la acusan de ser una tradición alienígena (¿y qué tradición no lo es?), y no hay rincón de La Rioja que no se haya llenado de una infernal tropa de jóvenes divirtiéndose con una escenografía pretendidamente tétrica. Guadañas, ataúdes y calabazas tomaron ayer por la noche los barrios de Logroño, las cabeceras de comarca y otros municipios, aunque, en algunas ciudades, como Calahorra, decidieron suspender sus actos festivos por la tragedia de Valencia. Cuando la muerte de verdad aparece, terrible y definitiva, todo, incluso la muerte de mentiras, se vuelve de golpe superfluo.

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