
«Don’t stop! No foto!» (¡No se pare! ¡Nada de fotos!) Tras la espera de varias horas en las interminables filas que surgen de … la plaza de San Pedro del Vaticano, las miles de personas que pasan por la capilla ardiente del Papa Francisco sólo pueden detenerse 3 ó 4 segundos ante el sobrio ataúd que contiene los restos mortales de Jorge Mario Bergoglio. Está colocado delante de esa maravilla del barroco que es el baldaquino de Bernini, en la parte central de la basílica vaticana, muy cerca del lugar donde reposan los restos del apóstol. Si te presentas con una acreditación de la Sala de Prensa de la Santa Sede, los agentes de la Gendarmería vaticana que regulan los flujos tienen un poco más de paciencia, te dejan quedarte unos segundos más y te da tiempo a reflexionar durante un instante. Siempre impresiona tener delante un cadáver, más aún si se trata de una persona hacia la que sentías afecto y a la que le reconoces una talla extraordinaria. Eso no quita para que metido dentro de su caja forrada de rojo, a Bergoglio se le vea chiquito, casi encogido, con la nariz más aguileña de como la lucía en vida y un lívido en la parte izquierda del rostro, probablemente post mortem aunque parecido al que tenía hace unos meses cuando se dio un golpe en la barbilla con la mesilla de noche.
Esa moretón me trae a la cabeza otra mancha. Gracias a la invitación de José Beltrán, director de la revista ‘Vida Nueva’, en julio de 2023 tuve la oportunidad de participar en un encuentro con Francisco en la Casa Santa Marta, la residencia dentro del Vaticano donde vivía y en la que falleció el pasado lunes. Francisco habló entonces sin tapujos, afrontando todos los temas y concediendo además un tiempo en exclusiva a cada una de las personas que allí nos encontrábamos. Cuando lo tenía cerca vi que tenía una mancha blanca en la muceta, sobre el pecho izquierdo. Era casi imperceptible, como cuando se te derrama una gota del café con leche sobre una tela blanca. Me encantó descubrir aquella mancha. Por lo general están mal vistas, pero para mí fue una certificación más de su autenticidad. Nos recibía tranquilo, con confianza, sencillez y naturalidad, sin rastro de la presunta omnipotencia que algunos pretenden de su cargo. Aquella mancha, auténtica y sin necesidad de esconderla, combinaba bien con sus gastados y ortopédicos zapatos negros, versión cerrada de las sandalias del pescador.
También iba a juego la mancha con los pelos despeinados que lucía en otro encuentro que mantuve con él, cuando fui a llevarle con el superior general de los jesuitas, Arturo Sosa, el libro-entrevista que habíamos hecho juntos, publicado en mayo de 2021. Acababa de levantarse de la siesta y no lo escondía. Charlamos abiertamente durante un buen rato, nos sirvió él mismo desde una jarra sendos vasos de agua y, a la hora de despedirse, fue a buscar unos libros de regalo, agachándose con esfuerzo para coger del suelo las bolsas donde estaban guardados.
En otros encuentros posteriores, aunque hubieran pasado meses o años desde el anterior, se acordaba de los temas tratados sin necesidad de ponerle en antecedentes. Tenía memoria de elefante. Y en cada una de aquellas citas te hacía siempre sentir visto y escuchado. Es algo en lo que coincide todo el mundo que ha tenido la suerte de cruzarse con Bergoglio: desde los pobres que anidan cada noche en los huecos de las columnas de la plaza de San Pedro, a los que Francisco mimó como nadie, hasta los mandatarios que hacían cola para que los recibiera. No es de extrañar que aunque sólo tengan un par de segundos para despedirse de él, la gente esté dispuesta a hacer horas de espera bajo el sol. Y eso que no pueden desenfundar sus móviles delante del féretro.
Enlace de origen : Mis recuerdos delante del féretro del Papa