Serena, tranquila, sin aspavientos se alzaba la concatedral de La Redonda de Logroño este Miércoles Santo minutos antes de las once de la mañana desconociendo el enjambre de fieles que poco antes del mediodía abarrotaría la minúscula capilla de los Ángeles para asistir a uno de los eventos más arrebatadores de la Semana Santa de la capital riojana: la limpieza y veneración del Cristo yacente del Santo Sepulcro.
Desde su urna protectora, la talla de Jesús descendido, que ha contemplado el devenir de más de tres siglos, esperaba paciente a que se fuera aposentando el público, a un lado los cofrades del Santo Sepulcro; al otro, los invitados y autoridades. Con puntualidad casi británica, a las once y media, se abrían los accesos a la reducidísima capilla de Los Ángeles, pero un par de venerables miembros de la cofradía, bien madrugadoras, ya habían ocupado dos sillas en primera fila para no desperdiciar ni un instante de la celebración. «Es impresionante, no se puede explicar con palabras», describía María Luisa Vivanco, con la voz titubeante. «Venimos todos los años porque somos cofrades -explicaba por su parte una emocionada María del Corpus Álvarez-, se me pone la carne de gallina solo de pensarlo, hay que vivirlo desde dentro». «Estás esperando este día con mucha ilusión todo el año», atestiguaba Vivanco.
Mientras el hermano mayor de la cofradía, David Rioja, desgranaba a los medios de comunicación cómo se articula la liturgia de la tradición y la emoción que para los cofrades supone un día como este, la hermana mayordomo, Ana Idoya García, intentaba no exteriorizar el nerviosismo que la embargaba: «Es inevitable emocionarse, y eso que lo llevo haciendo desde hace cinco años, pero me embarga la emoción cuando lo veo, cuando sé que voy a estar tan cerca de Él».
Cerca del sepulcro tampoco paraba quieta Marina Benés, encargada este miércoles de portar la figura yacente, junto a su hermano y su padre, hasta el lecho donde se realizaría la limpieza.
Minutos antes de las doce, los portones de la capilla que dan a la plaza del Mercado se cerraban, se prendía una luz más intensa y, al son de la interpretación del ‘Ave María’ de Haendel, los asistentes afortunados se sentaban mientras que los demás buscaban el mejor encuadre. Con el tañir de las campanas, el público se ponía el pie para escuchar la plegaria del obispo, Santos Montoya. A continuación, la hermana mayordomo, en estado de silencioso recogimiento, retiraba la cubierta protectora del nicho horadado en la pared. Luego, ante una audiencia siempre enmudecida salvo alguna tos ahogada o el suspiro de algún bebé dormitando, retiraba los cierres de la urna, deslizaba ligeramente el ataúd acristalado que conserva la imponente talla del Salvador y retiraba la tapa superior. Todo ello con un mimo y una delicadeza como si el Cristo aún respirara, con la última intención de dañar o lacerar la piel del descendido.
Más que listos, aguardaban los tres porteadores Benés, serenos y concentrados en la tarea encomendada, para portar, sobre los hombros ella, sobre las yemas de los dedos ellos, al Cristo hasta el lecho, una vez que Ana Idoya hubiera trasladado los cojines de la urna donde se postraría el yacente. El delicado acomodo del cuerpo en las almohadas, casi atusándole el cabello, daba pie a la presencia de las cuatro camareras para superar el ritual de la limpieza. Plumeros y pequeños pañuelos para retirar las insignificantes motas de polvo acumuladas en el último año.
Y luego, el último homenaje al fallecido: el besapiés. Primero, el obispo, Santos Montoya; las autoridades, con el presidente Capellán, la presidenta del Parlamento, Marta Fernández Cornago, o el alcalde Escobar, junto a los dirigentes de la Hermandad de Cofradías de Logroño; luego, los invitados y el público en general que, paciente, esperaba con fruición el momento de acercarse al Cristo y recoger el algodón bendito que había rozado su cuerpo.
Una vez abierto el evento a los fieles de la plaza del Mercado, los protagonistas del interior respiraban con el alivio de saber que todo había ido bien. La porteadora, Marina Benés, más relajada, con una sonrisa abierta, agradecía los parabienes de los cofrades y, visiblemente conmovida, recordaba que este «ha sido un año duro» para su familia, lo que le ha removido aún más el sentimiento: «Lo he vivido de forma muy emocionante, más de lo que esperaba, no lo puedo explicar con palabras», señalaba con la voz casi quebrada, antes de señalar lo especial de la vivencia al realizar el porteo del Cristo junto a su hermano y su padre.
Quien no notaba la emoción era Mencía Gil, la bebé de ocho meses que, dormitaba en el hombro de su padre tras haber recibido la «emocionante» caricia del yacente, según su padre. «Es una bendición para ella», remarcaba su progenitor tras besar su cabecita adormilada.
Y así, desfilaban los logroñeses que formaban una larga fila en el exterior de la concatedral. Para que, una vez concluido el evento, tuviera lugar el mejor momento del día para el hermano mayor de la cofradía del Santo Sepulcro, David Rioja: el de deshacer todos los pasos de extraer de la urna mortuoria al Cristo yacente e introducirlo en su lecho de descanso, pero esta vez, en la soledad, en la intimidad de los pocos que tienen encomendada esa liturgia, la que para el David cofrade es su «mejor momento de la Semana Santa».
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