Entre Briñas e Igea hay 120 kilómetros. Son dos pueblos de piedra, con casas nobles y escudos señoriales, que sin embargo parecen habitar eras geológicas diferentes. A Briñas llega –poderoso– el eco de la modernidad y de la industria, de las autopistas de peaje, de los veraneantes vascos que ocupan esta parte de La Rioja con una alegría de vinos y comilonas. En Igea, sin embargo, el tiempo corre de otra manera, más paciente, más grave y silencioso. Fósiles de millones de años (icnitas, troncos) advierten al visitante de que las cosas no son tan sólidas e inmutables como parecen: ese terreno adusto y ceniciento por el que hoy camina antes fue una marisma.
El agua marca los paisajes. En Briñas el Ebro se vuelve manso y acariciable, como un animal doméstico tumbado a los pies de un sillón. La plaza se asoma al embarcadero. Se diría que el pueblo entero se baña en el río, que viene de describir un meandro majestuoso entre viñedos. En Igea, sin embargo, el río Linares, mucho más modesto y pedregoso, discurre entre los huertos. Desde la orilla opuesta al caserío, el viajero tiene una imagen sorprendente del municipio: los edificios, pequeños y estrechos, de colores y tonos diferentes, se arraciman en torno a la mole exagerada del palacio.
Al primer marqués de Casa Torre, don Juan José Ovejas y Díez, no se le puede negar ambición. A las Américas se fue muy joven, como criado del capitán Alonso de Castrillo, y de las Américas regresó veinte años más tarde dueño de una riqueza fabulosa, que causó admiración incluso al rey Felipe V, a quien regaló una gallina con doce huevos de oro. «¡Jamás vi una oveja con tanta lana!», dicen que exclamó el monarca. Antes de que lo convirtieran en marqués, don Juan José quiso dejar huella en su pueblo natal y encargó la construcción de un palacio formidable cuyas galerías traseras se abren a las huertas del río Linares. Es una construcción extravagante, rotunda pero casi onírica, de aire más italiano que castellano, como emigrada de las regiones del Arno. Las casonas de Briñas, de piedra dorada y feliz, tienen poco que ver con esta mansión más oscura, colosal y alucinante.
Entre Briñas e Igea, Pazuengos y Santa Eulalia Somera se asientan sobre paisajes diferentes, incluso contrapuestos, aunque marcados también por la acción del agua: de los arroyos que alegran los bosques de la Demanda a la paciencia con la que el Cidacos ha ido excavando su cauce.

El Ebro en Briñas
Rutas Hondón y Senderos del río
Un remanso de paz rodeado de rutas que surcan el viñedo riojalteño
El río Ebro a su paso por Briñas y Haro es un espectáculo. Sus meandros y su fauna autóctona hacen de este paraje un lugar muy especial, recorrido por diferentes paseos. Uno de ellos es la ruta Hondón, circular, que parte y termina en la Plaza de la Paz de Haro. Atraviesa el Barrio de la Estación, y desde allí continúa por un camino rural que adentra al visitante en el paraje conocido como Hondón o Tondón, un meandro que forma el río Ebro a su paso por Haro y que estos días muestra el paisaje de viñedos en todo su esplendor. Una recomendación: llegados al puente, un pequeño desvío para recorrer el sendero hacia Briñas también merece la pena.

Igea
Valle del Linares
Un lugar donde los dinosaurios y la nobleza dejaron profundas huellas
En los últimos años Igea ha adquirido un protagonismo especial por sus hallazgos paleontológicos, algunos de los cuales tienen un reconocimiento internacional. El municipio destaca por su yacimiento de icnitas (huellas de dinosaurio) visitable de La Era del Peladillo. También por su tronco fósil, en la carretera hacia Cornago. En ambos puntos disponen de réplicas de estos enormes animales prehistóricos, así como en la travesía de su casco urbano. Esta localidad del valle del Linares ofrece al turista numerosos recursos patrimoniales. Uno no se puede ir de Igea sin visitar el Centro de Interpretación Paleontológica de La Rioja, en el que se da a conocer un pasado donde los dinosaurios dominaban el mundo hace 120 millones de años. Por la calle Mayor se llega al imponente palacio del Marqués de Casa Torre, del siglo XVIII, declarado Monumento Histórico-Artístico Nacional en 1983. Existen otros edificios civiles con escudos nobiliarios, la iglesia barroca de La Asunción (siglos XVIIy XVIII), una antigua nevera, el puente medieval y diversas obras pictóricas de arte urbano modernas que muestran dinosaurios, al Marqués de Casa Torre y elementos del pasado de Igea.

Santa Eulalia S.
Cuevas del Ajedrezado
Un balcón de piedra que se asoma sobre la vega del Cidacos
Los geólogos tienen que disfrutar como niños en el valle del Cidacos, y no solo por las icnitas de dinosaurio. De pronto, superado Arnedo, una formidable ola de piedra, congelada en el tiempo, se cierne sobre la vega del río. En Santa Eulalia Somera, pedanía de Arnedillo, las cuevas del Ajedrezado componen un espacio muy singular. Por dentro forman un columbario o eremitorio rupestre, según las tesis; por fuera permiten darse un paseo por una zona abrupta, con una hermosa vista panorámica de la cuenca del Cidacos. El nombre («ajedrezado») deriva de la peculiar construcción de sus nichos, que horadan la roca de arriba abajo, como formando un tablero de ajedrez.

Sierra de la Demanda
Pazuengos
El Cid Campeador entre bosques, montañas, sendas y arroyos
A Pazuengos hay que ir a propósito. No se pasa por allí de camino a ningún sitio, salvo que uno sea mochilero o caminante y haya decidido recorrer el GR-93, que desde Ezcaray hacia San Millán avanza entre rumorosos bosques de hayas y rebollos. La carretera LR-413 acaba ahí, fundiéndose con la montaña. Los de Pazuengos sostienen –y también lo hacía Menéndez Pidal– que en una de sus praderas un jovencísimo don Rodrigo Díaz de Vivar, alférez del rey castellano, alcanzó el título de Campeador frente a un caballero navarro, Jimeno Garcés. Más allá de estas peripecias legendarias, en Pazuengos, a la sombra del Cabeza Parda y del San Lorenzo, la naturaleza dicta su ley.
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Enlace de origen : Los caminos del agua y de la piedra