Todas las mañanas y todas las tardes, sea invierno o verano, Julio Soto sigue pastoreando su rebaño, como comenzó a hacer con seis años. Ahora apenas son ocho animales los que siguen sus órdenes chistadas con rigor alemán, pero hace años eran más de 300. «Y cuando tenía 10 años, con mi padre, eran mil, que teníamos en Valvanera. Yo me quedaba allí y bajaba al pueblo muy de vez en cuando, los días de fiesta», recuerda. Esos tiempos son un pasado muy lejano pero de los que Julio, con 98 años bien entrados, guarda perfecta memoria.
Señala los riscos, los valles y las majadas de Anguiano y de todos tiene una anécdota. Con su vista ya cansada dibuja un término ya inexistente. «Eso –dice señalando con su cachava una ladera– eran piezas de cultivo». Y la mirada encuentra en una superficie ininterrumpida de matorrales ya agostados resquicios de bancales que antaño fueron fértiles e imagina hatos de ovejas que pasaron a mejor vida.
«Antes, en Anguiano cada uno tenía su rebaño, era raro quien no lo tuviese», rememora. Ahora quedan él con su manada en miniatura y un joven que mantiene viva una forma de vida tradicional y casi a punto de extinción en La Rioja. Un pastor moderno, con GPS y drones que a Julio le causan admiración, pero no envidia. Porque esas tecnologías permiten el control y el cuidado del rebaño desde la distancia y a él lo que le sigue gustando es la cercanía, el contacto directo que se niega a perder con unas ovejas a las que su mujer Maura, fallecida en 2019, y él han dedicado todos sus esfuerzos. «Yo era feliz viéndolas comer. Por eso siempre me ha gustado llevarlas a sitios donde no hubiera más rebaños», asegura.
«Yo era feliz viendo comer a las ovejas. Por eso siempre me ha gustado llevarlas a sitios donde no hubiera más rebaños»
Julio Soto
Pastor nonagenario
Y su boca se convierte en piernas para recorrer senderos y trochas ya borrados. «De Valvanera iba a El Hornacho y luego paraba en La Velilla. Me quedaba a dormir debajo de un risco, al raso, pero no me importaba porque los animales estaban felices», recuerda. A día de hoy los paseos son mucho más cortos, del corral a pequeños pastos muy cercanos al núcleo urbano de Anguiano, y montado en una silla motorizado. En algo se tienen que notar los años. Pero cuando aparece una cuesta y la tecnología no se atreve a encararla, a Julio le quedan arrestos para clavar su cayado en la tierra y subir seguido de sus fieles ovejas.
Hay gente que tiene un don para los animales y el de este casi centenario es evidente. Habla con pasión de los perros que se fueron (su obsesión es volver a contar con una raza que él denomina roncal), de vacas o de machos (uno, el más querido, está inmortalizado en el zaguán de su casa tirando de un carro lleno de forraje con Maura a su lado). Los canes de Julio eran capaces de guiar al rebaño hasta términos alejados y regresar sin pérdida ni daños. «Volvían pasando al lado de zonas sembradas y no tocaban ni un grano», dice con orgullo, aunque esa estricta educación conllevase partir unas cuantas cachavas.
Esa capacidad de tratar a los animales le dio cierta fama, por lo que le llamaban muchas veces para esquilar en otros municipios. «Se me rifaban –ríe–, pero a mi no me gustaba, porque prefería quedarme con las ovejas». Una vez le consiguieron convencer para que fuese a Ortigosa y, viendo cómo trabajaba, acabó esquilando todos los ‘marecos’ [carneros]. «Tampoco fue tan difícil», bromea.
Con 92 años como pastor, este zarrio ha visto de todo en un sector que, a costa de mucho esfuerzo y sacrificio, ha dado para comer a la familia, pero que no es ni una sombra de lo que era. «La lana daba, la pagaban bien. Venían tratantes, pedían precio y se la llevaban», explica.
– Julio, ¿sabe ahora lo que hacen con la lana?–, pregunta el periodista.
Se queda un par de segundos pensando, baja la cabeza y responde: «La tiran. No la quieren para nada. Yo tengo ahí acumulada una poca. ¿Qué cosas, no?».
Por eso y por otras causas el futuro del sector lo ve negro y no le importa demasiado que ni sus hijos ni sus nietos hayan continuado con una vida demasiado dura, aunque para él satisfactoria y plena. «Mi hijo ha estado conmigo y valía mucho, muchísimo. Pero tiene una carnicería. Y tengo mis dos hijas, pero no quería esto para ellos», añade.
Sin embargo, a él no le importaría repetir otra vez: volvería a ser pastor, con ojos jóvenes y piernas ágiles, pero pastor de cayado, zurrón, manta y suela. Y eso que los monjes de Valvanera veían en él capacidades para el aprendizaje, una oferta muy tentadora en años difíciles: «A mi padre le decían que valía para los estudios, que me quedaba con todo, y que en la familia había hermanos mayores y más pequeños, que podía dejarles las ovejas. Pero él les respondía que hacía mucha labor, que me necesitaban».
Y no se arrepiente de haber elegido esa vida, que le ha mantenido atado a un valle que para él nunca ha sido cárcel, sino universo pleno. Aunque suena a película, Julio es de aquellas personas que no ha visto en su vida el mar… pero porque no ha querido, ya que se lo han ofrecido infinidad de veces. O que, durante la mili, no quiso sacarse el carné de conducir. «¿Para qué?», se sigue preguntando mientras guarda las ovejas en el corral otra mañana más, como empezó a hacerlo en 1933.
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Enlace de origen : El pastor de Anguiano que no sabe vivir sin su rebaño